Tu plato habla.
(Y, cuando no lo atiendes, grita).
Sí, y es normal que a veces te cueste escucharlo.
Porque lo que pones en tu plato no es solo comida.
Es el reflejo de cómo estás. De cómo te estás tratando.
Me explico:
Te preparas algo rápido, de pie, sin hambre… solo porque “toca”.
Eso no es organización.
Es olvidarte de atender una parte de ti.
Terminas la cena, pero una hora después estás abriendo la nevera buscando “algo más”.
Eso no es gula.
Es tu alma diciéndote: “no me siento escuchada ”.
Comes lo mismo todos los días porque te da seguridad, pero en el fondo te aburres, te frustras, te desconectas.
Eso no es disciplina.
Es miedo a desbordarte.
Y no, no eres rara. Ni estás rota.
Es que nadie te enseñó a leer tu plato como un espejo emocional.
Yo también viví así.
Sabía muchísimo sobre comida sana.
Sabía lo que tenía que comer.
Sabía cómo controlar.
Pero no sabía cómo calmarme sin castigarme.
Y mucho menos, cómo escuchar lo que la comida estaba tratando de decirme.
Porque a veces, ese hambre no era de comida.
Era de silencio.
De pausa.
De sentirme acompañada.
Te propongo algo muy sencillo para hoy.
No es una técnica. Es un gesto de presencia.
En tu próxima comida, antes de empezar a comer, tómate 30 segundos.
Mira el plato. De verdad.
Y pregúntate con honestidad:
¿Este plato me representa hoy?
¿Refleja lo que necesito o lo que “debo”?
¿Habla de cuidado o de castigo?
Y si no sabes qué responder, está bien.
Solo con hacerte la pregunta… algo se moverá en ti.
Este es el primer paso.
No para cambiar lo que comes, sino para empezar a escucharte desde otra mirada.
Traduciendo la comida en mensaje.
El hambre en lenguaje.
Y el juicio en presencia compasiva.
Porque no se trata de aprender a comer mejor.
Se trata de aprender a cuidarte sin pelearte contigo misma.
De ver la comida como un acto de amor, no de castigo.
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